Mauro y Adela, su mujer, fueron a comer al restaurante de Raúl. Mauro y Raúl trabajaron juntos hace un tiempo, pero últimamente sólo sabían el uno del otro por medio de amigos comunes. Raúl no conocía a Adela. Cuando la vio, le sorprendió lo poco atractiva que era. Más que fea era descuidada, físicamente descuidada, pero Raúl no dejó asomar ningún gesto que delatara sus pensamientos.
Durante la comida, Raúl atendió al matrimonio como en él es habitual con los amigos, es decir, con un puntito de deferencia con respecto al resto de clientes. Para la mayoría pasa desapercibido, pero los amigos se lo agradecemos.
A la hora del café, Raúl se sentó a compartir la sobremesa junto a Mauro y Adela. La cosa comenzó como suelen hacerlo este tipo de conversaciones, preguntándose el uno al otro sobre qué les deparaba el presente. Para Mauro el presente era una baja laboral. Raúl se interesó por la dolencia que le impedía trabajar, pero quien contestó fue Adela, diciendo que la enfermedad de Mauro era ella. Lo dijo de una manera neutra, sin ningún tipo de entonación que indicara broma o reproche. Raúl se lo tomó como el típico comentario de pareja que lleva años de matrimonio, pero la propia Adela le sacó de su error: ella era la enferma. Bueno, en realidad, más que enferma, desahuciada: hacía un año y una semana que los médicos le dijeron que le quedaba un año de vida. La muerte hacía una semana que había salido de cuentas, hacía una semana que ella ya no debería estar allí. Para "celebrarlo", Adela y Mauro estaban intentando disfrutar al máximo de ese tiempo extra que el cáncer les estaba regalando.
La explicación dejó a Raúl desconcertado, pero también le sirvió para entender que los medicamentos eran los causantes del desmejorado aspecto de Adela. La naturalidad con la que la pareja hablaba del tema le permitió a Raúl asimilar el mal trago por el que estaba pasando. De hecho la conversación continuó, tratando diversidad de temas y haciéndose cada vez más y más interesante. Raúl ya sabía de las bondades dialécticas de Mauro, pero Adela no tenía nada que envidiar a su marido.
Cuando llegó el momento de las despedidas, cuando todo había vuelto a la normalidad, Raúl estuvo a punto de decirlo: "Adiós, Adela, encantado de haberte conocido". De repente se dio cuenta de que una frase tan cotidiana e inocua como la que iba a pronunciar, acababa de adquirir esa tarde un poderoso y terrible sentido. Frenó a tiempo y buscó otro formulismo en el que la idea de pasado no estuviera tan explícita. No fue fácil. Las opciones que hacen referencia a la salud, "cuídate", "a mejorarse", etc., obviamente estaban descartadas. Al final optó por la sencillez: "Adela, un placer", mientras la besaba.
Aún le quedaba a Raúl un golpe por recibir, un golpe que le dejaría definitivamente noqueado esa tarde, y reflexivo unos cuantos días. Como no podía ser de otra forma, fue Adela quien se lo dio, y lo hizo con otra frase aparentemente tan inocua y cotidiana como la que Raúl estuvo a punto de pronunciar. Adela ya no tenía inhibiciones; llevaba tiempo diciendo lo que pensaba sin el mayor reparo, y tampoco lo tuvo ahora: "Adiós, Raúl. Nos ha encantado tu comida. Volveremos".
Adela tampoco tenía ya miedo a la muerte.