Me cambiaron de turno. Trabajaba de mañanas y me lo cambiaron por tardes. Alargué la estancia en la cama, me duché, comí, y salí con tiempo para que, al llegar, Carol, mi compañera de fatigas, me pasara los trastos. Ya en el garaje comprobé que no llevaba la cartera. Mierda.
Subo a casa, y comienzo a buscar. Primero en los sitios habituales, después cada vez mas aleatoriamente. No aparece. La chaqueta que llevaba ayer... ¿cuál era... la vaquera?... no, esa no. Era la otra, la impermeable gris... Pues no, dentro de esta tampoco está. Quizá cayó dentro del coche...
En el garaje no hay apenas luz. Busco a la palpa por el suelo y lo único que consigo es mancharme con la grasa de las guías de los asientos. Mierda. Y Carol esperando. Después de intentar reconstruir mentalmente cuáles fueron mis pasos ayer, desde la última vez que vi la cartera, definitivamente la doy por perdida y me voy al trabajo.
Llego tarde. Más mierda. Lo primero que hago es anular tooooodas las tarjetas, abusando de la paciencia infinita de Carol. Me pongo al tajo, en forma de trabajo farragoso, que además el tiempo demostrará inútil. Paso la tarde intentando no pensar en que si alguien ha encontrado la cartera, ha tenido toda la mañana para hacer uso de su contenido. Para acabarlo de arreglar, casi al final de la jornada, oigo un inconfundible repiqueteo en la ventana. Abro la cortina para ratificar mis sospechas: está lloviendo. Y yo, para llegar antes, he venido al curro en moto. Mieeeerda de día.
Decido cenar en el trabajo y esperar a que escampe. Ayer ya lo hice y sé que hay gente conocida con quien compartir mesa y sobremesa. Al comentar lo extraño que es últimamente para mi cenar dos veces seguidas en el trabajo, mis contertulios me advierten del error: no cené con ellos ayer, sino hace dos días. Esa es la clave, aunque yo en ese momento no me percate de ello.
Ya no llueve. Me voy a casa dándole vueltas en la cabeza al día de perros que está a punto de acabar, y a que no recuerdo dónde y qué cené ayer. Un presentimiento me hace buscar otra vez la cartera, y voy directamente a esa chaqueta, la vaquera, la primera que descarté. Efectivamente, en un bolsillo interior estaba ella, negra y reluciente, con toooodas esas tarjetas que no servían ya para nada.
De repente, en mi memoria se abrió un hueco que fue rellenado rápidamente por todos los recuerdos correspondientes a 24 horas de mi vida que, sin razón aparente, habían sido borrados: qué hice en el trabajo, dónde comí, las compras de la tarde... y qué ropa llevaba, claro.
Incluso recordé cómo, en ese día que estuvo unas horas desaparecido, viendo un concurso televisivo, acerté que la sintonía que se oía correspondía con el anuncio radiofónico de un detergente, allá en los años 30, y que yo oí por primera y única vez hará unos 6 años. Pensé: ¿de qué me sirve a mi recordar esta chorrada, si luego no consigo acordarme de dónde dejo la cartera?
Mejor será olvidar el asunto. La memoria a veces nos juega malas pasadas. A mi me hizo perder un día y a cambio, me encontré uno de perros.
PD: De todas formas, creo que los perros no han tenido nada que ver en esto. Al menos, que yo recuerde...